Comentario
La Nueva Francia, incorporada a Inglaterra en 1763, constituyó un reto para el imperialismo británico, ya que era un territorio habitado por unos pobladores de lengua y cultura franceses y de religión católica. Anexionarla a las Trece Colonias podía suponer una fuente permanente de conflictos y suprimir las señas de identidad de los colonos podía originar un levantamiento general. Decidió, por ello, mantener las cosas como estaban en su Royal Proclamation (1763) y nombrar un Gobernador General para administrarlas. Los colonos franceses se quedaron donde vivían y muy pocos de los norteamericanos mostraron interés por trasladarse a ellas. En 1774 se dio el Acta de Quebec, que definió ya el futuro de la nueva colonia. Los franceses podrían seguir con sus costumbres, con su lengua -que pasó a tener carácter de oficial-, con su religión y hasta con su derecho civil, siempre que no entrara en conflicto con el derecho penal inglés. Quebec, como se llamó la Nueva Francia, podría ampliar sus fronteras con tierras del Ohio y el Mississíppi y sería administrada por un Gobernador y un consejo o asamblea en el que podían participar franceses o ingleses. El Acta fue bien acogida por los colonos canadienses y mal por los norteamericanos, que habían concebido falsas esperanzas de que se les entregaría a ellos como botín de guerra. Esto motivó el primer gran distanciamiento entre unos y otros. Cuando sobrevino la revolución independentista en las Trece Colonias, los canadienses la acogieron con escepticismo y recelo, y cuando fueron invadidos por los norteamericanos poco después, abrazaron sin reservas la causa del rey inglés. La guerra de independencia originó la llegada a Canadá de numerosos monárquicos que contaban horrores de los republicanos, formándose a partir de entonces los dos contingentes de colonos franceses e ingleses, vinculados a la Corona inglesa por un interés común. En 1791, se hizo el Acta Constitucional por la cual se reconocieron los dos Canadás, Alto y Bajo, sin revocar a los pobladores francófonos ninguna de sus concesiones. En la nueva Asamblea del año siguiente hubo predominio francés. En las provincias marítimas se permitió crear dos asambleas: la Asamblea legislativa, elegida por los colonos, y el Consejo legislativo, a cuyos miembros vitalicios los nombraba la Corona. Los emigración, más de 30.000 europeos, terminó por cambiar la sociedad de origen francés. La agricultura avanzó arrolladora sobre las antiguas tierras de los indios. Las explotaciones madereras y pesqueras proliferaron en la costa, y los nuevos hombres de negocio, que lograron el sueño de vincular el Canadá a las colonias caribeñas, imprimieron nueva dinámica a una sociedad que relegó los viejos patrones señoriales desplazados por los del igualitarismo del dinero. Los únicos perjudicados fueron los hurones, iroqueses y algonquinos, que tuvieron que replegarse hacia lugares más lejanos. Algunos de ellos protagonizaron alguna resistencia, como la dirigida por el jefe Pontiac, pero fue inútil. El alcohol, el terrible ron que sustituyó al aguardiente francés, hizo el resto. A comienzos del siglo XIX, Canadá tenía excelentes salazones de pescado en el golfo de San Lorenzo, una buena explotación peletera dirigida por compañías londinenses en la península del Labrador y en la bahía de Hudson, y una gran producción agrícola en el este de los Grandes Lagos. Más allá del Mackenzie y del lago Winnipeg seguía existiendo el mundo de los tramperos. Hacia 1806, la población era ya de 385.718 habitantes, 70.718 en el Alto Canadá y 250.000 en el Bajo. A ellos se sumaban otros 65.000 en Nueva Escocia. La colonia veía con recelo la presión norteamericana y estaba firmemente unida a su metrópoli.